En los últimos años, el cine mexicano se ha caracterizado por utilizar la violencia como uno de los principales motores narrativos, en especial aquella vinculada al narcotráfico y a la desaparición forzada. Imágenes de un mundo hostil, solitario y fracturado, poblado por personajes que torturan o son torturados, se han convertido en una constante dentro de las producciones nacionales. Es claro que, como diría el poeta palestino Marwan Makhoul, “para escribir poesía que no sea política debo escuchar a los pájaros, pero para escuchar a los pájaros hace falta que cese el bombardeo.” En ese sentido, y siguiendo las heridas de la violencia que México y Palestina comparten: para hacer cine que no sea político, hace falta que cese la violencia.
Sin embargo, el modo en que estas historias se presentan suele enfrentar un riesgo: por un lado, el espectáculo tiende a despojar al cine de su capacidad de empatizar con quienes viven la violencia; pero, por otro, puede abrir espacios para diversificar las experiencias representadas en pantalla. Tomando esta última perspectiva, la directora Indra Villaseñor construye su ópera prima, Adiós, amor (2025), incluida en la Selección Oficial del 23er Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM). Más allá del significado propio del festival, la película cobra especial relevancia por su aproximación a las identidades queer en un contexto de violencia y masculinidad hegemónica, mostrando desde las primeras imágenes cómo el deseo y la intimidad pueden existir incluso en los márgenes del poder y la normatividad social.
La mirada de Indra y su autoría (ella también escribió el guion) hacen visibles estas experiencias y subrayan la importancia de construir relatos que desafían las estructuras sociales hegemónicas, así como de explorar nuevas formas de narrar e imaginar dichos contextos. Estas características hacen de Adiós, amor un filme donde la violencia no es la protagonista: lo es la mente de un joven adulto enmarcado en la vida cotidiana de un pueblo sinaloense afectado por la violencia del narco.

La película presenta a Chuy (Ernesto Rocha), quien, tras diez años como migrante en Estados Unidos, es deportado y obligado a regresar al pueblo donde creció; el mismo que dejó atrás y que ahora está dominado por la violencia del narcotráfico. Allí, se reencuentra con Chano (Nick Angiuly), un antiguo amor que hoy lidera un grupo criminal y que, por esa misma razón, se ve atado de manos para revivir su relación.
Desde el inicio, la película cuenta con un tono particular: no se trata de un retrato fiel de la violencia que el cine mexicano explora desde su crudeza, sino de una invitación a asomarnos al absurdo que esa misma violencia genera. Al comienzo, Chuy se encuentra con un león en los prados de Sinaloa, y el chiste se remata con su observación: “¿Qué chingados hace un león en Sinaloa?” El símbolo es estruendoso: frente a la magnitud de la violencia, lo insólito deja de sorprender; se ha vuelto costumbre. Tras escuchar a Chuy, surgen las notas de una guitarra que nos llevan a los títulos iniciales de la película.
A partir de ahí, la música se convierte en un elemento esencial, un anuncio de lo que está por ocurrir: más que una simple historia, lo que presenciamos es un hecho narrado al modo de un corrido. Y, como todo corrido, lo que se canta son conflictos, hazañas, muertes y amores.
Indra Villaseñor convierte la música —como en los mejores momentos del melodrama mexicano clásico— en parte central de su relato: las guitarras cobran vida y los cantos a capela, que confiesan el amor de los protagonistas, constituyen la esencia de la película. Para Chuy, cantar es un respiro frente a las armas y la sangre, un espacio para experimentar el amor a través de su voz. Sin embargo, desde el inicio sabemos que ese amor está condenado: primero, por el narcotráfico en el que Chano está inmerso; segundo, por la violencia. En consecuencia, esta se legitima como requisito de la masculinidad hegemónica: obedecer al modelo heteropatriarcal y capitalista se vuelve la vía, y toda disidencia es castigada violentamente.

Adiós, amor tiene otra capa: la de un amor que nunca encuentra lugar. Una historia imposible no solo por la falta de aceptación de la familia y la homofobia, sino por el contexto en que se sitúa: un México violentado por el narco. ¿Dónde queda el amor?
Chuy y Chano se aman, pero su historia se desarrolla en un contexto marcado por la violencia del narco. En la intimidad, se muestran vulnerables: experimentan deseos mutuos y se sorprenden ante lo inesperado. Así, la directora rescata lo impensable: un narco —históricamente símbolo de una masculinidad violenta— que se enamora de otro hombre. La película desafía esa figura al mostrar otras formas de afecto, sin dejar de lado la realidad de su contexto: tanto Chuy como Chano encarnan esa masculinidad, incluso mientras la tensionan y la contradicen.
Sobre esta construcción en torno a las masculinidades, la cinta evidencia las restricciones que enfrentan los personajes frente al deseo, la intimidad y la violencia que los rodea. Las palabras adquieren un peso central en su intercambio: “estamos bien, no nos debemos nada.” Adiós, amor se trata entonces de la renuncia, del primer amor, de volver a casa. Pero también aborda la masculinidad tóxica y las violencias, tanto armadas como emocionales.
Indra Villaseñor narra la historia con cuidado, mostrando los tropiezos sentimentales que refuerzan un discurso de moralidad sobre el “amor correcto” proyectado en la sociedad, y cómo las decisiones de los personajes están determinadas por las normas sociales y la violencia que los rodea. Tal parece que la violencia nos rebasó, que nos despojó de la cotidianidad de la vida y, al menos desde el lugar donde se enmarcan estas historias, no hay tiempo para enamorarnos. Pero en el cine, la fantasía y la resistencia permanecen.
La filósofa Sayak Valencia, a través de su concepto de política post mortem, analiza cómo las narrativas en torno a la muerte pueden, por un lado, reforzar los paradigmas que legitiman la violencia y, por otro, abrir espacio a perspectivas que desestabilizan las formas normativas de representar y comprender la experiencia, especialmente las vivencias queer en contextos de conflicto. Es en ese entrelazamiento —entre violencia, deseo y resistencia— donde la narrativa se convierte en un acto de imaginación y subversión.
Referencias:
Valencia, S. (2019). Necropolítica, políticas post-mortem/trans-mortem y transfeminismos en las economías sexuales de la muerte. Transgender Studies Quarterly, 6(2), 180–193.
Adiós, amor (México, 2025)
Dirección: Indra Villaseñor Amador
Reparto: Ernesto Rocha, Nick Angiuly, Margarita Higuera, Maggie González, Paola Castillo Apodaca
Guión: Indra Villaseñor Amador
Fotografía: Juan R. L. Munive
Duración: 82 minutos
Vivian Mayte Duarte González
Carrera y facultad: Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
Una semblanza breve: Vivian se ha desempeñado como fotógrafa exponiendo en diversas galerías de la Ciudad de México. A través de la escritura ha encontrado su pasión por el cine obteniendo el premio del primer lugar en el concurso Fósforo 2024. Además, participó como invitada en el programa Tiempos de Filmoteca de TVUNAM.

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