Anatomía de un fantasma: Los años heridos
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Toda nación tiene fantasmas: “con los que, si no se sabe convivir, van a perseguirnos toda la vida, porque están acostumbrados a retarnos la conciencia, porque insisten en estar presentes aunque uno los desprecie y saben disimular aparentando que se han extinguido.” — Glockner, F. (2019). Los años heridos: La historia de la guerrilla en México 1968-1985. Planeta.

 

El fantasma de la Guerra Sucia, periodo entre las décadas de los sesenta y ochenta en México, se desarrolló durante una hegemonía priista que silenció la disidencia con una brutalidad metódica. Fue la doble cara de un Estado que, por un lado, se ofrecía como refugio para los exiliados de las dictaduras sudamericanas, mientras ejercía la censura, la desaparición y el asesinato sobre sus propios ciudadanos, únicamente aparentando ser una nación democrática e interesada en la protección de los derechos.

De esa herida, personal y colectiva, nace Los años heridos (2024), un proyecto desarrollado en formato de serie de televisión por Capital 21, Gravedad Cero Films y Canal Once, que no solo se atreve a nombrar al fantasma, sino que, en su propia existencia, se convierte en testimonio de él.

Los años heridos toma como base un texto con más de 20 años de investigación, realizado por el periodista y escritor Fritz Glockner. Su libro homónimo constituye un recordatorio de que las voces de quienes enfrentaron al sistema no quedaron en el pasado, y hoy la huella de aquella represión se manifiesta en las generaciones posteriores, en los hijos de militantes y sobrevivientes que cargan con el peso de un Estado que les dio la espalda.

La actriz Luisa Huertas, recién galardonada, participa en la nueva serie bajo la dirección de Juan Antonio de la Riva y Francisco Vargas. Cortesía: Sergio Muñoz

La serie, situada en nuestra actualidad, nos presenta a Ana Laura, una joven estudiante que se encuentra elaborando su tesis, hasta que un hallazgo cambia por completo el rumbo de su investigación: una verdad que se encontraba guardada en un cajón y bajo llave, un secreto que, al igual que la hipocresía del Estado mexicano, se ha querido barrer como polvo debajo del tapete. Su abuelo no era quien ella creía, y el patrimonio familiar está manchado de sangre, convirtiendo su descubrimiento en símbolo formal y discursivo de la nación mexicana.

En palabras del productor de la serie, Sergio Muñoz, este fantasma es el propio aparato del Estado, uno que, para legitimarse, fabricó sus propios espectros discursivos: “la aparición de una falsa conspiración dentro de México; se buscaba protección ante los ‘enemigos del Estado’, ante los subversivos y ante la amenaza del comunismo (todo en términos peyorativos), sumando a ello el ejercicio de una represión física, social, política y económica.”

Un fantasma que se vuelve aterrador precisamente porque sigue entre nosotros, porque su lógica de represión y desaparición forzada no es un capítulo cerrado, sino un mecanismo que sigue activo. La herida abierta y supurante de los 43 normalistas de Ayotzinapa es la prueba irrefutable de ello. La misma maquinaria estatal, con su capacidad para borrar voces y fabricar silencios, que operó durante la Guerra Sucia, es la que se manifiesta en las tragedias de nuestro presente. El fantasma no está en el pasado: el fantasma es el sistema.

Y para dar rostro a este periodo tan oscuro, la serie —que está por estrenar su segunda temporada—, desarrolla un engranaje híbrido que se aleja de cualquier fórmula convencional, en la que se utiliza la ficción y la complejidad del personaje de Ana Laura como hilo conductor para entrelazar la narrativa con los archivos documentales. El amplio material histórico engloba documentos, fotografías y videos del periodo que comprende los años de 1968 a 1985.

A ello se suma el trabajo de Estudio Nébula, que incorpora animación en secuencias de gran valor histórico, como la representación de enfrentamientos durante la guerrilla o un recorrido por la estructura del “Palacio Negro” de Lecumberri y los presos políticos que allí eran retenidos. Este recurso se aparta de la recreación tradicional o del uso directo de fotografías fijas, históricamente valiosas, para ofrecer a través de la animación un acercamiento más inmersivo. Así, se genera un cambio en el lenguaje visual que acentúa las escenas y pone de manifiesto el talento de los animadores mexicanos.

La actriz Val Dorantes interpreta a Ana Laura en esta serie dirigida por Juan Antonio de la Riva y Francisco Vargas. Cortesía: Sergio Muñoz

Este proceso estuvo a cargo de la dirección de Salomón Alcántara y Jorge Martínez Díaz, quienes, tras cinco años de investigación iconográfica en conjunto con el equipo de producción, optaron por un estilo de tonalidades rojas y sombrías, transmitiendo una sensación de pesadilla, y que retoma la estética del Taller de la Gráfica Popular (TGP), fundado en México en 1937 y que, con el tiempo, se consolidó como un espacio de intensa actividad política y notable producción artística.

A lo anterior se suma uno de los elementos más atractivos de esta propuesta audiovisual: la inclusión del “archivo vivo”, el corazón del proyecto. Se trata de testimonios de quienes estuvieron ahí, militantes y figuras clave, que transforman el recuento histórico en una experiencia humana que hiela la sangre. Entre ellos escuchamos al periodista Pepe Reveles; a Bertha Lilia Gutiérrez “La Tita”, integrante del Frente Estudiantil Revolucionario; al también periodista Gustavo Castillo García, autor de El tigre de Nazar; al exguerrillero Mario Ramírez Salas “Remy”; y a María de Lourdes Rodríguez Rosa “Lula”.

La función del archivo vivo en la serie resuena con la construcción de una verdad colectiva frente a la negación de los regímenes, la censura o la información que se encuentra oculta, formando una similitud con las Comisiones de la Verdad en países como Sudáfrica o Argentina.

La cereza del pastel es el brillante ensamblaje del diseño sonoro que, más allá de un acompañamiento, funge como pilar narrativo: una investigación musical realizada por la compositora Ode Revah, en la que rescata la “crónica sonora” de la época, retomando el trabajo de compositores proscritos como Judith Reyes o José de Molina, artistas que usaron la música como su principal herramienta política.

Este poder testimonial se despliega en momentos clave, como al escuchar la letra de Tragedia de la Plaza de las Tres Culturas, un archivo sonoro que transmite el dolor y la memoria del acto de impunidad institucionalizada que fue la masacre del 2 de octubre. Este hecho, que sigue inspirando canciones, películas, ensayos y otras manifestaciones artísticas, mantiene viva la memoria y relevancia del acontecimiento, mientras que la selección musical se convierte en la herida misma hecha sonido.

No genera sorpresa que la serie haya sido acreedora a un reconocimiento por parte de INPUT Storytelling in the Public Interest, así como ganadora de cinco estatuillas en los Premios Pantalla de Cristal. Todo suena como una historia de éxito, pero la pregunta es inevitable: ¿es esto una anomalía afortunada o el comienzo de una nueva era para la televisión pública mexicana?

La respuesta, en palabras del productor de la serie Sergio Muñoz, es desoladora: “Veo que, aunque hay un capital importantísimo en los medios públicos, existe gente que se ha empeñado en obstaculizarlo, burócratas de la televisión pública que sintieron afectados sus intereses.”

La lucha contra el olvido que vemos en pantalla se replicó también detrás de cámaras, enfrentando un aparato institucional marcado —según Muñoz— por inercias y resistencias. Una burocracia inaccesible que levanta muros en lugar de puentes, que convierte el acervo en patrimonio secuestrado. Así, los materiales que deberían alimentar el derecho colectivo a la historia de nuestro país permanecen atrapados entre intereses personales y la lógica de un sistema que parece estar más preocupado por preservar los privilegios de unos cuantos.

Recordemos que toda obra cultural ofrece una doble lectura: la de su contenido explícito y la de las condiciones que hicieron posible su existencia. En Los años heridos, esta segunda lectura resulta tan reveladora como la primera. La serie, al ser una de las exploraciones más ambiciosas sobre la memoria histórica reciente en México, funciona también como un espejo involuntario de las instituciones culturales que la albergan. Y la imagen que devuelve, como suele ocurrir con los buenos espejos, es compleja y profundamente incómoda.

La televisión pública mexicana ha cultivado durante décadas una estética reconocible, un modelo predecible y controlado, en donde como alternativa aparece Los años heridos, una producción que trae a la mesa nuevamente la ambición de contar una historia, de construir una atmósfera, conectar con los intérpretes y proponer un lenguaje visual y sonoro que cautive a la audiencia.

Resulta, por tanto, una curiosa paradoja que la producción más celebrada del sistema a nivel internacional (calificada de “mítica” en foros como el INPUT) sea también la que, según su realizador, ha debido navegar una “historia absurda, siniestra y burocrática” de obstrucciones internas.

Basada en el libro de Fritz Glockner, la serie sigue a una joven que investiga su historia familiar y el papel de su abuelo durante la Guerra Sucia en México. Cortesía: Sergio Muñoz

Se trata de un producto cultural invaluable. Es un acto de confrontación necesario, una invitación a mirar de frente y, más allá de un triunfo artístico, es una insurgencia dentro de un medio que, como concluye su productor, está “totalmente desfasado y anacrónico respecto a la realidad narrativa del mundo de hoy.”

Reconocer la lucidez de dicho diagnóstico no significa aceptar su veredicto, entender que el sistema está roto no es una excusa para dejar de crear, sino el mayor incentivo para hacerlo con más fuerza y desde nuevas trincheras. El talento mexicano es una realidad innegable y la necesidad de contenidos accesibles y con algo que decir es una urgencia social.

Capitulo 1, disponible aquí: https://youtu.be/Jf5W7AHC770?si=eU58PF-MLx2NOock

Ficha técnica:

Los años heridos (México, 2024)

Dirección: Juan Antonio de la Riva, Francisco Vargas

Reparto: Val Dorantes, Humberto Busto, Socorro Bonilla, Kristyan Ferrer

Guión: Francisco Vargas, Stephanie Geslin

Producción: Sergio Muñoz, Fritz Glockner

Fotografía: Claudio Rocha

Dos episodios

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