“La vida y la muerte me parecían límites ilusorios que ante todo debía romper para dejar que fluyera un torrente de luz en nuestro oscuro mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador y su origen. […] No habría padre en la Tierra que pudiera exigir la gratitud de su hijo con el mismo fervor que yo merecía”
Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo.
Las cosas que más nos sorprenden en la vida suelen ser producto de la casualidad. Jamás una joven Mary Shelley, de tan solo diecinueve años, imaginó que un relato suyo, provocado por los estragos de un invierno portentoso y la fascinación de Lord Byron por las historias de fantasmas, sería la piedra angular del horror y la ficción especulativa modernas. La Criatura que concibió, así como su creador atormentado y delirante, inspiraron una gran variedad de relatos. Todos, o casi todos, exploran la soledad existencial, la angustia y la crueldad con la que actuamos ante lo desconocido, pero también la fascinación que nos provoca erigir figuras que nos atemorizan y que, por alguna extraña razón, no podemos dejar de mirar. No es accidental, entonces, que en el cine esa inspiración haya dado sus frutos más abundantes, creando una iconografía que hasta hoy no deja de fascinar.
Cuando en 1931 los estudios Universal decidieron hacer la primera gran adaptación cinematográfica del monstruo de Frankenstein —basada en una obra de teatro homónima de Peggy Webling por encima de la novela original de Shelley—, la imagen de la Criatura se modeló por primera vez, y la vida que cobró perdura hasta hoy, probablemente incluso en contra de su voluntad. Es imposible, al pensar en su figura, no traer a la memoria los ojos perdidos, la cabeza cuadrada y los tornillos en el cuello que portaba de manera tan imponente Boris Karloff, el actor británico que lo interpretó en ese entonces y que ha sido el referente principal con el que hemos asociado al monstruo más famoso de todos.
Aunque esta adaptación toma una distancia descomunal respecto al material original (las vicisitudes de la creación aquí son resultado de la egomanía y el azar más que de un rigor y pasión científicas), lo cierto es que creó un universo que terminó por ser una parodia de sí mismo y que, en nuestro siglo, no había tenido un acercamiento como el que ahora Guillermo del Toro propone, de la mano de Netflix, en su más reciente película. Con esta provocación —la materialización de la película con la que ha soñado toda su vida—, el cineasta mexicano reinventa el mito de estos personajes y parece preguntarse, una vez más, por qué es necesario mirar a la Criatura y a su creador.
I
Para Shelley, la figura de Victor Frankenstein era la de un moderno Prometeo, aunque no se trata del que regala bondad a los mortales, sino del que se horroriza del regalo hecho. Partiendo de esa premisa, el personaje se transformó con el tiempo, convirtiéndose en un simple científico loco o en un villano rotundo y sobrado de sí mismo, tal como lo llegaron a interpretar Colin Clive, Peter Cushing y hasta el mismo Karloff, años más tarde, con visiones distorsionadas de ese científico enloquecido, ya sin el apellido Frankenstein, en las películas codirigidas entre Juan Ibáñez (en las escenas filmadas en México) y Jack Hill (director de las escenas filmadas en Estados Unidos), como Invasión siniestra (1971) y La cámara del terror (1968).
Del Toro le da una vuelta a esa tuerca. Su Frankenstein (interpretado por un lúcido y caótico Oscar Isaac) crece con un padre (Charles Dance) estricto y distante a quien, a diferencia del personaje literario, lo único que le preocupa es que su hijo sea capaz de preservar su legado. Así, el único refugio que le queda es el de su madre (Mia Goth, en una aparición que será esencial cuando la película avance), abnegada y dulce, que al poco tiempo muere. Esto provoca que Victor caiga en un espiral de desesperación que le hace pensar en lo injusto de la vida y en la crueldad de la muerte, pero más aún, en la perversión de quien permite su paso.

Si Prometeo, en un sacrificio necesario para él y para quien no teme pagar las consecuencias, entrega el fuego a los hombres desafiando la autoridad de Zeus, este Frankenstein se emparenta con él en su rebeldía. Sus causas, por otro lado, provienen del dolor y la impotencia. Ir en contra de las leyes de la naturaleza es combatir la ineptitud de Dios, y este enfrentamiento a la divinidad no es casual. Su transgresión revela lo más profundo de lo humano: sus vicios más bajos, su miedo, su fragilidad. No por nada Guillermo del Toro ha jugado con los simbolismos religiosos a lo largo de su filmografía —que no le son ajenos debido a su formación católica— para desentrañar no solo lo que está en el cielo, sino lo que se oculta en el fondo del corazón humano.
Así, la figura del Padre y del Creador se vierten en Frankenstein, quien lleva la marca o la condena del conquistador codificada en su nombre: Victor, como una dualidad que primero se muestra compasiva y después resulta despiadada. Aquel que engendra la vida y que lo hace con la sensibilidad propia del artesano (toda esa secuencia en la que concibe a la Criatura es de un cuidado y atención impecables) debería ser capaz de recibir a su creación con los brazos abiertos, pero el ciclo se repite, y el hijo engendrado no es suficiente para suplir las ambiciones de un padre que no puede evitar convertirse en una fuerza implacable.
II
“Cuando pronuncié tu nombre hubo silencio y supe que estaba solo”, recuerda la Criatura (un brillante y desgarrador Jacob Elordi) al haber sido arrojado por primera vez al mundo. Del Toro conserva esa angustia inicial en el relato del personaje al no saber qué ni quién es. En un inicio, la Criatura solo es capaz de observar con extrañeza lo que le rodea. El único lenguaje que conoce es el nombre de su Creador. Es un hijo concebido con mucha pasión que pronto se vuelve un escarnio.
Aquí inicia el viaje que, a lo largo del tiempo, ha hecho tan emblemática su figura. La Criatura desentraña las preguntas existenciales y teológicas por excelencia: ¿Por qué la vida dada en contra de nuestra voluntad? ¿Por qué el abandono de quien nos hizo a su imagen y semejanza? ¿Por qué tanta hostilidad, rechazo y dolor por parte de quienes debieran ser nuestros semejantes? Del Toro va incluso más allá. Por ello, no es casualidad que, al momento de recibir la vida, la Criatura se muestre como un crucificado. El hijo puesto en sacrificio tiene en esa imagen su abandono prefigurado y no le queda más que vagar por la Tierra y descubrir los sufrimientos que le están destinados.
Después de huir del castillo en llamas donde fue concebida, la Criatura vaga por el bosque. Pronto encuentra un ciervo con quien parece intercambiar una mirada amable, la primera de su vida externa que, segundos después, se extingue. En ese breve instante de compasión que, encerrado en el castillo, descubrió de parte de Elizabeth Lavenza (Mia Goth, reaparecida) y que más adelante se repetirá, de modo muy entrañable, con un hombre ciego (David Bradley), le dan las claves de la existencia a la que está sometido: la del rechazado. Su vida está fuera de toda caridad y ternura, y, por su condición misma, la muerte le es negada. No le queda entonces más que entregarse al dolor y a la destrucción para darle a sus días un poco de dignidad.

III
Todo aquel que haya experimentado el rechazo o la angustia del desamparo encontrará en la Criatura un reflejo en el cual reconocerse. No sorprende que, como ya lo ha mencionado Del Toro en alguna entrevista, Shelley haya concebido esta historia a la edad que lo hizo: la única edad en la que el desamparo se siente tan cercano y letal. La primera edición de la novela, impresa en 1818, era más cruda en sus desencantos con el personaje. Por eso, en este nuevo acercamiento, se ha obstinado en dirigir otra vez su mirada a él para reconfigurar el estigma con el que ha sido incomprendido y vapuleado.
A lo largo de su historia cinematográfica, la Criatura, que en realidad ha sido injustamente nombrada el Monstruo, sufrió todo tipo de destinos trágicos y brutales. Por ejemplo, en La novia de Frankenstein (1935) por fin se materializa uno de los deseos más profundos del personaje: tener una compañera. Ella, al verlo por vez primera, siente horror como todos los demás, lo que hace que él, en un último acto de furia, decida borrar todo rastro de sus existencias. Y así ocurre una y otra vez, ya sea por mano propia o la de quienes se erigen contra él. Su figura sufrió entonces la evolución de cualquier ícono: se hizo lo que se quiso con él.
Si bien hubo versiones posteriores que buscaron rescatar el espíritu introspectivo del relato, como La maldición de Frankenstein (1957), con un Christopher Lee brutal que indagaba en las consecuencias del pecado científico, o Robert De Niro en la versión más fiel que se ha hecho de la novela, Frankenstein de Mary Shelley (1994), donde lo refleja con el desgarro propio del exiliado, lo cierto es que, con el paso de los años, su imagen se instauró como la del Monstruo, mostrándolo como una bestia flagelada, moldeada para causar espanto y ser un simple harapo de las fuerzas del mal.
El cine mexicano, en el apogeo del mexploitation, lo convirtió en uno de los enemigos perfectos del Santo, paladín del bien, que lo derrotó tantas veces le fue posible en películas como Santo y Blue Demon vs el Monstruo de Frankenstein (1974) o Santo vs. la hija de Frankenstein (1971). Incluso las versiones más ligeras, como Abbott y Costello contra los fantasmas (1948), donde logra sobrevivir y llevar una vida aparentemente normal, o El joven Frankenstein (1974), con un Gene Wilder y Peter Boyle entrañables, lo miran desde una comicidad que deformó aún más su naturaleza y lo hizo completamente superficial (aunque irresistible), llegando a versiones contemporáneas totalmente descolocadas como Van Helsing (2004) o Yo, Frankenstein (2014).

Ante tal panorama, Del Toro desarma y vuelve a engranar los elementos esenciales de este mito para ofrecernos y ofrecerle a la Criatura un destino más amable. Ha querido verla una vez más, en sus matices y transformaciones, para otorgarle la benevolencia que ningún otro le había dado. Hacia el final de la cinta, el encuadre frente a un horizonte pleno indica que, por primera vez en mucho tiempo, tiene la libertad de elegir su camino, de avanzar a terrenos más dulces e inexplorados para que los habite sin temor. Después de todo el horror, se encuentra frente a él una promesa de afabilidad. Con esa imagen final nos permite ver a esa martirizada figura en paz consigo misma, más allá de la tragedia y el lamento.
El cineasta mexicano alcanza así un epítome en su filmografía. Su cine, lleno de hitos fantásticos y criaturas sobrenaturales, no ha sido más que el pretexto perfecto para acercarse a lo humano. Ya sea en medio de la guerra con El espinazo del diablo (2001), El laberinto del Fauno (2006) o La forma del agua (2017); pandemias y conflictos globales con Mimic (2002) y Hellboy (2004); o en mundos románticos y de ensueño con Crimson Peak (2015) y Pinocho (2022), sus historias tienden un lazo con el otro para entender que las diferencias no son un embate, sino una virtud, para imaginar un mundo más compasivo pese al espanto que nos provoca el vacío y la incertidumbre, que no son más que espejos negros donde podemos descifrar nuestra propia imagen y entenderla mejor. Para mirar de nuevo, con compasión, nuestra frágil humanidad.

Frankenstein
(Estados Unidos, 2025)
Dirección: Guillermo del Toro
Reparto: Oscar Isaac, Jacob Elordi, Mia Goth, Christoph Waltz, Felix Kammerer
Guión: Guillermo del Toro
Fotografía: Dan Laustsen
Duración: 150 minutos
César Mariano Martínez
Carrera y facultad: Facultad de Artes y Diseño
Una semblanza breve: Con más de siete años de experiencia en fotografía y video, así como entusiasta del cine, teatro y literatura, captura historias con visión creativa para inspirar nuevas reflexiones sobre la imagen y explorar los entresijos de las narrativas visuales.

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