Los movimientos estudiantiles se construyen en colectivo, al igual que el cine. En ambos existe un sentimiento compartido, una causa y un fin. En la historia reciente de México, diversos colectivos juveniles —a menudo acompañados por docentes y sectores populares— han defendido la democracia, la libertad de expresión, la autonomía universitaria y la educación pública gratuita. Con el tiempo, estas luchas se ampliaron para incluir los derechos de las mujeres y la mejora de las condiciones en las instalaciones. A lo largo de este proceso han surgido movimientos de todo tipo: algunos locales o poco reconocidos, y otros que resonaron, dejando huella en la memoria colectiva.
El cine no ha permanecido indiferente. Ya sea a través de la ficción o del documental, su vínculo con los movimientos estudiantiles ha sido inevitable: se confrontan, dialogan y se acompañan. Esto plantea una pregunta central: ¿cómo ha retratado el cine mexicano estas luchas y qué imágenes perduran como testigos de su fuerza, de sus victorias y de sus derrotas?
En 1968, un grupo de estudiantes del entonces Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) salió a las calles de la Ciudad de México con cámaras en mano para documentar un naciente movimiento que denunciaba la brutal represión militar contra los universitarios. Sin saberlo, aquellas imágenes, que comenzaron como un registro casual, terminarían convirtiéndose en uno de los testimonios fílmicos más relevantes de nuestra historia.

El grito (1968) reconstruye las manifestaciones, la represión y la masacre del 2 de octubre, invitándonos como espectadores a interpretar lo acontecido. Con imágenes en 16 mm, fotografías, grabaciones de radio y la voz dramatizada de la periodista Oriana Fallaci, la película es una obra colectiva que equilibra la documentación histórica con una narrativa personal. A pesar de la censura, las proyecciones clandestinas y los años de espera para su exhibición oficial, la cinta sobrevivió y, en 2018, gracias a la restauración digital realizada por la Filmoteca UNAM, reafirmó su papel como memoria visual indispensable del movimiento estudiantil del 68, así como acto de resistencia y puente entre generaciones.
Junto a este documental, han surgido diversas ficciones que abordan los sucesos trágicos de Tlatelolco: Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons; Borrar de la memoria (2011), de Alfredo Gurrola; Tlatelolco, verano del 68 (2012), de Carlos Bolado; la serie Un extraño enemigo (2018), de Gabriel Ripstein; e incluso No nos moverán (2025), ópera prima de Pierre Saint-Martin.
De entre todas, destaca Olimpia (2018), de José Manuel Cravioto, una cinta que combina ficción, documental y una técnica de animación en la que cada fotograma fue intervenido por estudiantes de la Facultad de Artes y Diseño, de la UNAM. Su protagonista, Raquel Vidal (Nicolasa Ortiz Monasterio), se inspira en la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo, quien permaneció privada de su libertad durante doce días en un baño mientras el ejército ocupaba Ciudad Universitaria.
Esta historia encuentra resonancias en otras obras, como el documental Alcira y el campo de espigas (2022), dirigido por su sobrino nieto Agustín Fernández Gabard, que reconstruye su vida mediante cartas, poemas y testimonios, revelando su personalidad más allá de lo conocido. También motivó a Roberto Bolaño a escribir su novela Amuleto, donde la protagonista —basada en la poeta uruguaya—, a través de un monólogo fragmentado y apasionado, reflexiona sobre la vida cultural mexicana de los años sesenta desde su encierro. En este sentido, retratar a figuras como Alcira permite ver que los movimientos estudiantiles no solo se narran desde los grandes hitos históricos, sino también a través de experiencias personales que, aunque pequeñas en apariencia, ofrecen una mirada distinta y profundamente humana de lo sucedido.

El bulto (1991), de Gabriel Retes, una comedia dramática de humor ácido que recupera un episodio poco representado: el Halconazo. Aunque el movimiento estudiantil de 1971 aparece desde la primera escena, en la película funciona sobre todo como un catalizador narrativo.
Lauro (Gabriel Retes), fotógrafo liberal y combativo, cubre la manifestación de ese 10 de junio en defensa de la autonomía de la Universidad de Nuevo León. Durante la revuelta, recibe un golpe que lo deja en coma durante 20 años. Al despertar en los años noventa, en pleno salinismo y en medio de las falsas promesas de modernidad, descubre un país irreconocible: su familia y sus compañeros han abandonado los ideales que los unían.
La película dialoga con su legado a través del desencanto y la resignación. El verdadero reto de Lauro no es adaptarse al presente, sino aceptar que los demás renunciaron a sus causas. Aun así, la obra evita caer en la nostalgia por tiempos pasados y sugiere que, aunque algunas batallas terminaron de forma trágica, el mundo continuó transformándose y avanzando en otros ámbitos, como el progreso hacia una mayor igualdad de género y nuevas formas de convivencia.
En contraste, Roma (2018), de Alfonso Cuarón, presenta al Halconazo no como un recuerdo distante, sino como una experiencia íntima y traumática. El acontecimiento irrumpe en la vida de Cleo (Yalitza Aparicio), una empleada doméstica que, mientras enfrenta su embarazo y el abandono afectivo, se topa con la violencia estatal encarnada en Fermín (Jorge Antonio Guerrero): pareja, padre de su hijo y, al mismo tiempo, halcón armado que le apunta en plena masacre. Aquí, lo personal y lo histórico se entrelazan con brutal claridad: el represor ya no es un ente anónimo, sino el mismo cuerpo con el que compartió intimidad.
Este gesto narrativo, acompañado por un minucioso diseño de producción a cargo de Eugenio Caballero, interpela al espectador no solo porque probablemente presencia la recreación más fiel que se ha hecho de aquella masacre, sino porque muestra que la violencia del Estado se encarna hasta en los vínculos personales.

También, resulta indispensable remitirnos a Güeros (2014), ópera prima de Alonso Ruizpalacios, que constituye el primer relato cinematográfico que alude a la huelga universitaria de 1999, la cual se opuso a la imposición de cuotas en una institución históricamente gratuita. Aunque el movimiento no aparece de manera explícita, funciona como un recurso simbólico para explorar el mundo interior de sus protagonistas.
En Güeros no nos encontramos con una confrontación polarizada, sino con un retrato de la huelga en su cotidianidad, lleno de matices y contradicciones. Personajes como Sombra y Santos (Tenoch Huerta y Leonardo Ortizgris respectivamente), encarnan la sensación de estancamiento común entre estudiantes que, aunque comprometidos, reconocen que los movimientos están atravesados por diversos intereses. Esta complejidad se evidencia, por ejemplo, cuando Ana (Ilse Salas) acusa a su compañero Furia (Raúl Briones) de aprovecharse del movimiento para «ligarse a las más chavitas.»
«No importa qué pase, siempre que tengas eso: que puedas ver lo que hay detrás de las cosas. Lo único que no te pueden quitar es ese sentimiento.» Más que una intuición, ese sentimiento, mencionado en una de las líneas finales, remite a la experiencia misma de ser estudiante: una necesidad auténtica de involucrarse en la vida universitaria y sus luchas. Se trata de una conciencia que nace por convicción, orientada hacia una transformación individual y colectiva. Es, pues, ese sentimiento el que lleva a Sombra a unirse a la marcha universitaria que, literalmente, los atraviesa al final de la cinta.

El cine ha acompañado momentos cruciales de nuestro país, ofreciendo nuevas formas de mirarnos como sociedad y de generar una reflexión colectiva. Historia de un movimiento (2023), de Eduardo Velasco Vásquez, recupera la experiencia del #YoSoy132, aquel movimiento estudiantil que en 2012 cuestionó la manipulación mediática y abrió la puerta a nuevas movilizaciones sociales en México. Ayotzinapa, el paso de la tortuga (2017), de Enrique García Meza, acompaña la exigencia de verdad y justicia en el caso de los 43 normalistas desaparecidos en Guerrero en 2014. Y Hasta los dientes (2018), de Alberto Arnaut Estrada, que aunque no retrata un movimiento estudiantil, resulta fundamental porque expone la violencia institucional y la impunidad militar tras el asesinato de dos universitarios, mostrando cómo la juventud también ha sido víctima directa en el contexto de la llamada “guerra contra el narcotráfico”.
A lo largo de su historia, el cine ha sido más que un testigo: se ha convertido en un actor activo de las luchas estudiantiles. Si toda producción fílmica es política, la que surge de estas movilizaciones —y de las violencias que las atraviesan— se vuelve indispensable: no solo por su capacidad de iluminar el pasado con conciencia ética, sino también por abrir caminos para repensar la historia e imaginar con futuros distintos.
Referencias:
Villa Smythe, Hugo, coord. El grito. Memoria en movimiento 1968-2018. Versión bilingüe. Ciudad de México: Dirección General de Actividades Cinematográficas, UNAM, 2025.
Cinegarage, Podcast. Episodio 1233: El bulto: ¿La mejor película de Gabriel Retes?. 24 de septiembre de 2024. https://www.cinegarage.com
Jorge Abraham Castillo Romero
Carrera y facultad: Filosofía, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Una semblanza breve: CDMX, 1999. Estudié Filosofía en la UNAM. He colaborado en Ambulante y en el FICUNAM. Me interesa la filosofía mexicana contemporánea y, en paralelo, su vínculo con el cine mexicano, pues encuentro en ambas disciplinas herramientas para visibilizar diversas realidades.

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