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En 1976, una crisis económica provocada por las políticas fallidas de Luis Echeverría, presidente de México en aquellos años, dio comienzo al sexenio pri-porrista de López Portillo, exsecretario de Hacienda. En el Distrito Federal, lugar prometido del progreso, la marginación crecía y las periferias se volvían asentamientos irregulares e indignos para los chilangos, para Los olvidados de Luis Buñuel; para los Sex Panchitos.

Arturo Durazo Moreno jefe del Departamento de Policía y Tránsito designado por López Portillo, implementó un operativo de criminalización y estigmatización social, mediática y política contra los jóvenes rockeros, punketos y enchaquetados de la periferia poniente del Distrito Federal. Con el fin de construir un discurso oficialista y legitimar la militarización de los cuerpos policiales, se señaló principalmente a los “Sex Panchitos” como carne de cañón y enemigos públicos.

En el filme de no ficción, Sex Panchitos (2025), el director Gustavo Gamou documenta el reencuentro de Los Panchitos aproximadamente tres décadas después de su esplendor. Una vez estirada la pata del “Gino Gallino”, integrante original y fundador de los Sex Pistols de Tacubaya, el funeral se convierte en una oportunidad para reivindicar al barrio. Pese a los años perdidos y la distancia entre todos los integrantes del grupo, la “juntada” desata una gran idea para reapropiarse de las injurias del pasado: crear una asociación civil que ayude a personas en situación de calle.

A pesar del tiempo transcurrido desde los años setenta —década en que su infancia fue criminalizada—, el filme desvela las injusticias y la perpetuación de la violencia imperante en la vida de los integrantes. A través de una cámara casi antropológica, que no se preocupa por una “estilización” de la realidad sino por una documentación rigurosa, se registran los modos de vida y el presente que habitan. Mientras algunos murieron o desaparecieron, “Ulti”, “Chivo Loco” y “Canon”, tratan de liberarse de su pasado; sin embargo, es la memoria la que los mantiene presos y los somete diariamente a una vida que les fue arrebatada e impuesta.

“¿Quién nos va a regresar lo que nos robaron?”, pregunta el “Canon”. “Nos robaron la identidad, nos robaron la personalidad… Nos pusieron una etiqueta de chicos malos y nos la creímos… Nos robaron la infancia…”. “Chamacos sin amor”, así se afirman los Sex Panchitos. “Personas con casa, pero sin hogar”. Condenados a un encierro intangible, edificado por la pobreza. Arropados por el frío de las calles y el olor a pegamento. Resultado de la expoliación maquinada por el Estado y la exclusión social. Hijos de la violencia.

Créditos: Gustavo Gamou

El documental habita principalmente dos territorios: el penal de Santa Martha Acatitla y el barrio de Tacubaya. No se trata solo de espacios físicos, sino de geografías simbólicas que se inscriben y transgreden la vida de cada uno. Gamou no solo documenta, sino que traza ese mapa de desplazamiento capturando los cuerpos, donde lejos de ser libres, han sido históricamente marcados y determinados al encierro. A pesar de que el filme transcurre mayoritariamente recorriendo las calles, la cámara pocas veces se libera de los planos cerrados, mostrando el rostro del deefe en el rostro de Los Panchitos. Cemento, ladrillos y humedad conforman el paisaje que sostiene el documental. Los Sex Panchitos danzan al ritmo de las calles, sobreviven a su baile. “Silencio, las sombras cubren la ciudad y se detiene el tiempo”, expresa al inicio del filme y en primer plano el “Chivo Loco” recluido en la cárcel, cumpliendo su sentencia de 30 años por homicidio. “Y ahí empiezan las escenas”.

A pesar del encierro, la resistencia se teje. Los Sex Panchitos punk rock are no fun FBI Originales, consolidan una familia. “La banda veía por la banda”, expresan. Así fue como la mayoría encontró la forma de sobrevivir.

De esta manera, el documental, alejándose del discurso distante y mediático, se construye a través de la mirada humana: de las memorias encarnadas, los cuerpos marcados, las territorialidades habitadas y el sentir profundo de los rockeros de barrio. Así, se comprenden las desigualdades sistemáticas y el actuar criminal que surge como la “única” opción para un grupo de niños marginados a finales de los setenta.

Ya en la segunda mitad de la década de los ochenta, un intento por mostrar la historia de “los Panchos” surgía como una necesidad. En una época en que la industria del cine había colapsado como herencia del margarato —debido a la creación de la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía, encabezada por Margarita López Portillo, hermana del entonces presidente José López Portillo, quien había reducido considerablemente los presupuestos para la realización de películas y mantenía una censura masiva—, Arturo Velazco, director de cine independiente, realizaba La banda de los Panchitos (1985).

Créditos: Gustavo Gamou

La mirada de Velazco ofrece un filme de “ficción” —que de ficción tiene poco— crudo y naturalista, exponiendo las condiciones de precariedad social en el Distrito Federal a través del acoso, las drogas, las peleas, la tira, el rock and roll y el baile de la resistencia; ritmo ejercido por niños de entre 10 y 15 años, moviéndose con fuerza para existir, para seguir viviendo.

En una de las escenas más crudas de La banda de los Panchitos, uno de los jóvenes enchaquetados se dispone a buscar trabajo y “cambiar” su vida. Al llegar, la cámara de Velazco se posiciona frente a la reja de la entrada y el encuadre aprisiona al chico detrás de los barrotes. “Tienes que pagar diez mil pesos para tu portafolio”, escucha mientras llena su solicitud de trabajo. Los mecanismos sociales de exclusión privilegian ciertos modelos y estándares, dejan fuera a quienes no responden a ellos y castigan a los que no pudieron adoptarlos. Castigan a los “Chivos Locos”.

Tanto en la ficción de Arturo Velazco como en el documental de Gustavo Gamou, el rock emerge como principal vínculo de comunión entre los Sex Panchitos: un grito de resistencia, un refugio emocional y una forma de validar su modo de existir. En medio de la represión, la música no solo acompaña, sino que construye identidad y sentido. Y es el rock lo que logra entender el sentimiento de la banda de Los Panchitos. Ya lo diría Three Souls In My Mind, grupo pionero del rock urbano mexicano, en su canción “Perro negro y callejero” de 1976: “A nadie le importa mi porvenir, está escrito que tengo que sufrir, tengo que vagar y vagar y vagar y vagar, no tengo conciencia ni tengo edad…”.

Tras cumplir su último año en la penitenciaría, el “Chivo Loco” sale de prisión. Aunque el documental transcurre por completo en la ciudad, esta imagen rompe con el encierro y nos transporta al pueblo de Uruapan, Michoacán. Es allí, mediante planos generales y alejados del entorno urbano —en marcado contraste con el resto del filme—, donde el Chivo logra encontrar su libertad, desprenderse de su pasado y cambiar el ritmo de su danza.

“Ser Pancho significa fuerza y movimiento, posición ante la vida”. Fuerza y movimiento como un baile de rock, como un acto de resistencia y posicionamiento. “La vida es como un baile… es un baile que todo el tiempo tienes que tener el ritmo… si bajas el ritmo es como que tú te mueres… por eso yo le digo la danza macabra de los vivos”.

Ficha técnica:

Sex Panchitos

(México, 2025)

Dirección: Gustavo Gamou

Reparto: Ramón González “Ulti”, Fidel Pérez “Chivo Loco”, José Legorreta “Canon”, Javier Utrilla “Cadenas”, Javier Maya “El Maya”, Marisela Oliva “Yoniencuenta”

Guion: Gustavo Gamou

Fotografía: Gustavo Gamou

Duración: 115 minutos

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Sección: Butaca

Jorge Demian Torres Trejo

 

Carrera y facultad: Literatura Dramática y Teatro, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Una semblanza breve: (CDMX, 2004). Artista interdisciplinario y crítico cinematográfico. Ha sido nominado en el Festival Internacional de Cine Mínimo por su cortometraje Marchita. Recibió una mención honorífica en la 13° edición del concurso de crítica cinematográfica Fósforo.

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